Juan David Correa es periodista, editor, escritor, exministro de Cultura y conductor del
podcast Conversaciones Pendientes, un espacio de diálogo sobre los retos sociales,
políticos y culturales del país. Ha trabajado en medios como Arcadia, El Espectador y El
Tiempo, y ha liderado proyectos editoriales en Penguin Random House. Durante su gestión
pública, promovió políticas culturales orientadas a la equidad, el reconocimiento de las
diversidades y el fortalecimiento del acceso a la cultura en territorios históricamente
excluidos.
¿Considera que Colombia es un país clasista?
Sin duda. Colombia ha sido clasista desde sus orígenes, primero con una jerarquía racial impuesta en la colonia y luego con una estructura social que privilegió a los criollos tras la independencia. Se excluyó a afrocolombianos e indígenas con ideas pseudocientíficas, y se impuso el mestizaje como una supuesta solución que solo reforzó desigualdades.Durante el siglo XX, el poder lo ejercieron élites definidas por su color de piel, origen y riqueza. En los últimos 50 años, la corrupción y el narcotráfico crearon nuevas élites que imitaron a las tradicionales, perpetuando el clasismo.Hoy sigue presente, incluso en lo cotidiano. Basta con que te pregunten de qué estrato eres. La estratificación ha generado un daño psicológico profundo, y eso es precisamente lo que este gobierno intenta cuestionar.
¿Entonces podríamos decir que hay una cultura oficial que valida ciertos discursos y excluye otros?
Sí, existe una cultura oficial o, más bien, un autoritarismo ilustrado que ha impuesto ciertas formas de pensar y vivir, ligadas al positivismo occidental, sobre otras. Desde el siglo XIX, las élites han promovido una visión de nación basada en castas, dejando por fuera a millones: afrocolombianos, indígenas, raizales, palenqueros y clases populares, cuyos saberes y formas de vida han sido sistemáticamente ignorados.Esa exclusión se reproduce desde la educación. La historia que se enseña en los colegios gira en torno a próceres y batallas, pero silencia las historias de los pueblos, sus luchas y resistencias. Así, los jóvenes crecen sin una comprensión real de la diversidad de Colombia, y en su lugar se instala una visión única y limitada: la cultura oficial.
¿En su trayectoria ha sentido resistencia o presión por visibilizar estos temas
incómodos relacionados con la clase social y la desigualdad?
Sí, pero ha sido un proceso personal. No encontré esta voz de un día para otro. Crecí en la clase media bogotana, con raíces en la provincia, y desde joven fui consciente de las barreras que impone el ingreso económico. Aunque pude acceder a ciertos espacios de élite gracias al trabajo de mi madre, siempre supe que no pertenecía del todo a ese mundo, y tampoco quería parecerme a él.Con el tiempo, asumí la contradicción de vivir en medio de esa clase en sus colegios, en sus formas, pero siendo una figura incómoda. Es lo que he intentado ser: alguien que escribe, crea, y genera espacios para que quienes han sido históricamente excluidos también tengan acceso y voz.
¿Qué papel puede cumplir la cultura en una transformación real, más allá del
discurso?
El discurso es el primer paso. Nombrar la injusticia y reconocerla permite abrir espacios de conciencia y cambio. Las palabras importan, porque ayudan a romper el miedo y visibilizar aquello que por siglos se ha ocultado.Pero el discurso debe traducirse en acción. Cuando se accede al poder, hay que ejercerlo de forma distinta. En mi caso, decidí rodearme de mujeres, muchas desconocidas para mí, pero con el mérito para ocupar esos espacios. Fue una forma de romper pactos patriarcales.También se requiere redistribuir los recursos: el 70% del presupuesto del Ministerio de Cultura se destinó a territorios históricamente excluidos. Eso molestó a la cultura oficial, pero era necesario decir: esta vez les toca menos, porque hay otros a quienes nunca les ha tocado.Además, hay que entregar poder real a las regiones y permitir que sus propios actores decidan sobre su futuro, aunque implique riesgos y errores. No hay un único perfil legítimo para liderar. Hay talento en todo un país que nunca ha tenido oportunidad.
¿Cómo proyecta ese reto de llevar lo cultural al mundo político con urgencia social
real?
Lo veo posible, porque ya está ocurriendo. Hemos sido testigos de un cambio histórico: hoy Colombia tiene una vicepresidenta negra. Para las generaciones jóvenes puede parecer natural, pero para quienes ya rozamos los cincuenta años, es un milagro.Hace apenas dos décadas, los afrocolombianos eran encasillados como esclavos, futbolistas o empleadas domésticas. Hoy, pueden verse representados en cargos de poder. Y no se trata de si lo hacen bien o mal, sino de que su presencia dignifica y transforma.También los pueblos indígenas y campesinos están ocupando espacios en el Estado: hay una ministra de Medio Ambiente indígena, una embajadora ante la ONU, campesinos dirigiendo agencias clave. Eso ya es llevar lo cultural al corazón de lo político.
¿Qué le diría a un joven que quiere alzar su voz, pero siente que nuestra sociedad tan
desigual lo va a rechazar?
Que mire lo que pasó hace apenas cuatro años, durante el estallido social de 2021. Jóvenes como él o ella salieron a las calles, ocuparon el espacio público y alzaron su voz. Le diría que crea, que se inspire, que entienda que la democracia se construye también desde la calle, desde el arte, desde la presencia colectiva.No hay que esperar a que les den un espacio: hay que tomarlos. Si las plazas y parques se llenan de arte, de conversación, de libros, de música, empezamos a ver que el cambio es real. El futuro está en manos de los jóvenes. Y sí, sí se puede. Siempre que estemos juntos y alguien dé ejemplo, otros van a creer. De eso se trata.
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