¿Hay democracia en Colombia?


Escrito por Rubén Landínez
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El pasado domingo 19 de octubre se celebraron elecciones para elegir consejeros de juventud en todos los municipios del país. Solo participó el 10% de los votantes habilitados, y de ese 10% resultaron ganadores los partidos de derecha. Por otro lado, nos enfrentamos al umbral de las elecciones presidenciales del 2026, con más de 60 precandidatos, tantos que resulta imposible conocerlos todos.

Son paradójicos estos dos escenarios: uno, en el que no vota sino solo el 10%; y otro, en el que, de manera increíble, hay un candidato presidencial por cada 800 mil habitantes. ¿Por qué sucede esto?

Uno creería que la existencia de tantos precandidatos presidenciales es el síntoma de una democracia sólida y diversa; pero, en mi opinión, es todo lo contrario. Colombia vive uno de sus tiempos más restrictivos democráticamente desde la reforma política de 2003 y la aprobación de la reelección presidencial.

Tengo que decir, con preocupación, que esta vez es peor, porque esta falencia en nuestra democracia se presenta con máscara de más democracia. Lo que pude ver en la campaña a los consejos de juventud (salvo valiosas excepciones que admiro) fue la puesta en escena de una campaña de las “maquinarias”: los partidos de derecha como MIRA, el Centro Democrático, y los vetustos Liberal y Conservador, que fueron los que más votos sacaron, fueron también los que menos campaña real hicieron.

Es decir, la democracia en Colombia se ha convertido en una escenografía bien montada, en un ritual vacío donde las formas sobreviven a los contenidos. Hay elecciones, hay partidos, hay campañas, hay slogans y vallas; pero, detrás de todo eso, no hay deliberación pública real ni representación genuina.

La participación ciudadana se ha vuelto un acto de fe en un sistema que hace tiempo dejó de escuchar. Los jóvenes, llamados a ser la renovación del debate político, son utilizados como ornamento de una institucionalidad que solo los convoca para validar su propia existencia.

La apatía electoral no nace del desinterés, sino del desencanto. ¿Cómo confiar en un sistema que promete pluralidad, pero que, en la práctica, margina toda voz que no se acomode al orden establecido? Las reformas políticas de las últimas dos décadas, presentadas como avances democráticos, han concentrado aún más el poder en élites partidistas que saben perpetuarse bajo distintos disfraces.

La multiplicidad de precandidatos presidenciales no expresa diversidad ideológica, sino la fragmentación y el personalismo: proyectos individuales, efímeros, que buscan un puesto en la conversación pública sin ofrecer un horizonte nacional.

Colombia padece una democracia de baja intensidad, fatigada por el clientelismo, la desideologización y la indiferencia. Lo político ha sido sustituido por la gestión; la ética, por la popularidad; el pensamiento, por el marketing.

En este contexto, la palabra “democracia” se repite tanto que ha perdido su sentido original: el gobierno del pueblo. Porque, en rigor, el pueblo colombiano no gobierna: es gobernado. Y cada elección no hace más que recordarle ese papel.

Si algo revelan los consejos de juventud y el carnaval de precandidaturas, es que nuestra democracia se encuentra atrapada entre la simulación y el agotamiento. Simulación, porque las instituciones aparentan vitalidad; agotamiento, porque la ciudadanía ya no cree que valga la pena participar.

En ese abismo, entre la forma y el fondo, se juega el destino de la república.


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